El amor es así, indefinido por definición y definido por indisposición. Lo hay verde, rojo y violeta; grande, pequeño o desmesurado; ambidiestro, tuerto o manco; de campo, de ciudad o de isla rocosa en medio del océano indico el camino a unos pobres turistas que andaban perdidos y sin rumbo hacia tierras lejanas en el horizonte más oculto de la inmensidad del buzón de correos. Pero sea como sea, fuere como fuere o vaya a ser cuando quiera ir, el amor… es así. Y como tal para cual, puede surgir entre dos, tres y hasta 300 seres distintos, de especies alejadas, de sentimientos compartidos, cuales pisos de estudiantes o, simplemente, entre lo que tenemos más cerca, aunque en ocasiones no reparemos en ello y vayamos a reparar el coche al mecánico porque la junta de culata y el cigüeñal han decidido partir peras, y han dejado las pieles por ahí tiradas, con lo que no hay forma de conseguir que el coche arranque para iniciar el camino al pueblo, para disfrutar de un merecido fin de semana de descanso dominical en jueves festivo. Pero como digo, es así. Y como así que es, y como no es de otra manera diferente o dispar, la historia de hoy va a tener dos protagonistas de excepción, ya que nunca más hablaré de ellos. Bueno, al menos en los dos próximos semeocurre, o igual sí, ¿qué sé yo? Bien, pues nuestra historia empieza así: En un antiguo escritorio de caoba hondureña importada de Amberes en un contenedor que incluía chocolate belga de Paraguay, amapolas holandesas de Cabo Verde, y un cabo del ejército del aire del pequeño país de San Marino, patrón de los fabricantes de pantalones azul oscuro. convivían una caja de clips de los de juntar cosas, un paquete de post-it de colores pastel de pera al horno con mermelada de frambuesa espolvoreada con azúcar de caña, una vieja máquina de escribir Tauser & Funghtin que había perdido la mitad de sus mayúsculas en sus años de servicio en un hospital de montaña en un barrio de New York city of lights and that never sleeps, un tintero que tintaba con tinta lo que le pedían que tintara, una foto vieja que apenas podía ver y un lápiz de grafito del bueno, del de grafitear sin parar. El lápiz, al que llamaremos Elap para abreviar un poco, estaba esmaltado en un precioso verde rosa roja, con ribetes dorados cual doblón de plata y estaba coronado por una corona de laurel que coronaba el extremo opuesto a aquel en el que se podía apreciar con claridad la punta del mismo. Elap no era el más rápido del lugar, pero sin duda alguna, era el más bello y lo sabía. Vaaaaya si lo sabía. La modestia no formaba parte de su vocabulario. Así que, cuando alguien quería escribir con él algo como » Y el jovencito, que hablaba de sí con falsa modestia, se aclaró la voz (…)» Elap se negaba a escribir la palabra maldita, lo que provocaba que el autor tuviera que cambiar de lápiz, únicamente para escribir esa simple y sencilla palabra. Pero bueno, todos le conocían ya, así que lo tenían asumido y no rechistaban. Elap era un lápiz perfecto, se manejaba con suma facilidad y él, consciente de su trazo, se lucía consiguiendo unas bellísimas letras, palabras e incluso números romanos. Pero Elap, no era del todo feliz. Pese a haber acariciado algunas de las hojas más delicadas y sofisticadas de la región, sentía que le faltaba algo. Él sabía que podía llegar a dar más de sí. Su ego, aumentado día a día por todos los que escribían con él, le había llevado en coche de caballos verdes y amarillos, a pensar que únicamente encontraría la perfección en aquellas páginas que venían empaquetadas con lazos y brillantes. Aquellas que traía un mensajero urgente de SEUR desde Seúl a nombre de un tal Saúl que vivía en un Baúl en la buhardilla de la granja adyacente. Nunca pensó… (sí, los lápices también piensan… hay que fijarse más en lo que tenemos cerca), que cierto día, un despiste, una distracción, un momento sin par ni impar, un fugaz descuido le trajera, sin previo aviso, la satisfacción y el gozo de notar la más suave y deliciosa textura jamás conocida. Eso pensaba él, porque de hecho, esa textura la conocen todos los bolis Bic de los universitarios de medio mundo, el otro medio escribe con otras marcas. Una libreta de librería, que no llegó con mensajero, si no que salió de la mochila de un estudiante de intercambio que acababa de llegar a la casa para intercambiarse con el gato. Lo que podía haber sido un error fatal, que matara de un infarto de medio cardo borriquero al pobre Elap, se convirtió en una experiencia casi divina divinanza. El muchacho de intercambio, cogió por error a Elap con sus manazas de gigantón nórdico, para escribir la dirección a la que tenían que enviar al gato. Por lo del intercambio. Elap, al notar esa piel seca, áspera, sin calor y sin dulzura, se temió lo peor. Así que cerró los 5 ojos con todas sus fuerzas para no pensar en ello y que lo que tenía que pasar, pasara lo antes posible. Pero de repente, ¡ay! ese momento… Justo cuando la punta de la mina, afilada, dura, tersa y siempre lista para dar lo mejor de sí, rozó en una micromillonésima de nanosegundo cósmico la superficie de la libreta, creyó estar en el más bello lugar jamás imaginado, escrito o incluso descrito. Notó cómo, mil lágrimas de emoción empezaban a brotar dejándolo todo perdido. La verdad es que emoción era una llorona de tres pares de narices, lloraba por cualquier cosa, pero ella era así, qué le íbamos a hacer. Ese es el último recuerdo de Elap, ya que el éxtasis que sintió le llevó a un largo desmayo, llegando casi a un punto y coma irreversible como un anorak. Ese lapso de tiempo, que sintió como una eternidad de casi 3 minutos, le privó de poder seguir sintiendo la magia que había florecido. Al despertar de su letargo, la libreta ya no estaba. Tan solo le quedaba el recuerdo de ese primer roce, de esa micromillonésima parte de nanosegundo cósmico. Así que aprovechó un error de fabricación que tenía en uno de sus laterales, y que había provocado que con el tiempo tuviera una pequeña brecha de apenas 3 hectáreas cuadradas, y con sumo cuidado depositó allí ese recuerdo. No lo ha sacado nunca de allí por miedo a perderlo. Sabe que no podrá volver a disfrutarlo, pero prefiere que sea así, y no arriesgarse a que un golpe de aire, provocado por el despiste algún desalmado que se haya dejado la ventana de la habitación y la puerta trasera abiertas, pueda llevárselo. Y es que… el amor es así.
Que aproveche, que hay que comer,
Edu